Polémica
El miércoles de la última semana publiqué en Maxikiosco una suerte de respuesta a una carta firmada por un grupo de intelectuales. Mi nota tuvo cierta repercusión dentro de los márgenes de Maxikiosco pero el sábado fue publicada en La Nación por pedido expreso de sus editores, solicitud a la cual accedí gustosamente. Allí el eco traspaso nuestras fronteras naturales y llegó a más personas. La publicación está cerca de alcanzar el número máximo de visitas en nuestro boliche digital y en La Nación tuvo casi cuatrocientos comentarios, la enorme mayoría de los cuales fueron elogiosos.
Algunos de los impulsores de la carta, es decir, del grupo que firmaba originalmente, comentó mi nota en las redes sociales, algunos reconociendo aciertos, otros un tanto más fastidiados y por último, otros ninguneando su contenido. Uno de los firmantes originales, el cineasta Mariano Llinás, en cambio, nos propuso escribir una respuesta para la cual le ofrecimos este espacio.
Lo
que queda es discutir de la manera más abierta y sincera posible.
Invitamos desde Maxikiosco a recoger este desafío. Quien quiera
contestarme, contestarle a Llinás o agregar cualquier otro tipo de
aporte, encontrará nuestra mejor voluntad para ofrecerles un espacio.
Los dejo, por ahora, con la palabra de Mariano Llinás.
Gustavo Noriega
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Respuesta de Mariano Llinás
Gustavo Noriega se ha tomado el trabajo de responder, con inusitado éxito, una carta pública que yo he firmado, y que ha cobrado notoriedad con el nombre casi paródico de “Carta de los Intelectuales”. Como el propósito de dicha carta es el fomento de la discusión, y como Noriega y yo tenemos una relación cordial desde hace muchos años, me empeño aquí en escribir algunas consideraciones sobre su respuesta, menos con el objeto de refutarla que de poner de relieve algunos aspectos de ella que son, a mi criterio, singulares.
He dicho que el escrito de Noriega ha sido “exitoso”. Efectivamente, no pocas personas han aplaudido su respuesta con una extraña efervescencia, como si Noriega hubiese sintetizado un fastidio compartido por muchos. No es sólo Noriega: la carta ha generado un extraño entusiasmo adverso en muchos otros. Pero –y he aquí la primera de las perplejidades– esos ofendidos no se cuentan en general entre aquellos con quienes la carta es más dura (esencialmente, la fuerza que encabeza Javier Milei y sus imprevistos votantes) sino entre sus rivales electorales: ese terreno no demasiado claro que algunos, con cierta malicia, continuamos llamando “el macrismo”. Son los “macristas”, más que los de Milei, quienes se han sentido injuriados por nuestra carta y más tarde redimidos por los argumentos de Noriega. Como nadie ignora, ese mismo sector político atraviesa un momento inesperadamente malo: las elecciones los han castigado con un menor número de votos que el esperable, las consecuencias de las peleas internas tardan en disiparse, su candidata a presidente parece oscilar entre la mueca marcial de ayer y una incómoda y aún desdibujada moderación, su líder y fundador se pasea por el mundo aceptando con inocultable regocijo las zalamerías libertarias. Los votantes de Juntos por el Cambio, ajenos a esos nubarrones, prefieren dirigir su malhumor hacia una carta que, partiendo desde un procedimiento clásico de los sistemas representativos (lo que en inglés se llama endorsement), se propone algo que debería ser concurrente con sus propios intereses: que Milei no gane.
Alguien podría preguntar: - En cualquier caso ¿Por qué tanto alboroto por una carta de intelectuales? Si no están de acuerdo con ella, ¿No sería más sencillo no firmarla? Blindadas a ese sencillo argumento, las críticas proliferan. La más frecuente es aquella que –amparada en una falacia que estos años han puesto de moda– acusa a los firmantes de haber callado ayer ante las amenazas que hoy deploran. Esa falacia –que suele ser esgrimida hasta el hartazgo con el recurrente encabezado de “Bien que no decían nada cuando…”– tiene el invaluable mérito de descalificar al oponente mediante acusaciones que a nadie le interesa comprobar. Supone, por ejemplo, que ninguno de los firmantes ha levantado la voz en contra de una serie de situaciones contrarias al orden democrático que Noriega se ocupa de enumerar en forma minuciosa. Noriega miente, a sabiendas. El conoce a muchos de los firmantes, conoce su trayectoria y sus ideas. Sabe que ninguna de las situaciones que enumera han contado con la complicidad de ninguno de ellos y sabe también que a menudo se han pronunciado sobre ellas con más firmeza que nadie. ¿Cuál es entonces el origen de esa falsaria acusación? ¿Cómo no evaluar el título de su aplaudido artículo (Los intelectuales que se acordaron tarde de las “amenazas a la democracia”) como una malintencionada trampa? ¿Por qué tanta gente percibe nuestro escrito como una interpelación personal, capaz de llevar su argumentación al límite de la buena fe?
Como puede comprenderse en una lectura rápida, nuestra carta (además de expresar su estupor por el inesperado crecimiento de las ideas de ultraderecha; un estupor que Noriega dice compartir en forma moderada) incurre en dos audacias: Se atreve a un diagnóstico; se atreve a un plan de acción. Tal vez aquí esté el problema. El diagnóstico sostiene que la explosión antidemocrática es, entre otras cosas, el resultado del enfrentamiento simbólico que ha ocupado a los dos bandos políticos mayoritarios en los últimos veinte años. Esa euforia dialéctica, que la sistemática decadencia social y económica vuelve poco menos que indecorosa, se ha demostrado agotada. Los rivales que hasta hace poco se mostraran encarnizados en el exterminio moral del adversario aparecen ahora igualmente indefensos frente a su pintoresco verdugo libertario. Ante esa nueva escena, nuestros críticos parecen encontrar algún alivio en echarnos la culpa a quienes, desde lugares diversos, hemos evitado resignarnos a uno de los bandos y –resistiendo denuestos e incitaciones que no siempre han mantenido la compostura– elegimos la independencia. Precisamente por eso, acaso, es que podemos ver en Milei un peligro superior al que refieren sus olímpicas contiendas por las redes sociales. El juego de hablar mal del otro ha llegado a su fin: en sus intersticios se ha colado un peligro de consecuencias imprevisibles. He ahí el segundo punto de la carta: lo importante es que ese peligro sea sorteado, que la democracia (aún con las fallas e iniquidades de ambos bandos) no ceda ante quienes de manera manifiesta obtienen rédito político jugando con los límites de su quebrantamiento. Se me dirá que Milei ha ganado (o ganará) democráticamente, y que es poco democrático objetar la elección de las mayorías. Yo admitiré ese argumento: Me limitaré a señalar que nuestra campaña no va más allá de un activismo electoral, y que las objeciones no son a personas sino a procederes: esencialmente, la jactancia autoritaria y la desconfianza institucional como formas de canalizar el descontento civil.
Noriega relativiza estas amenazas. Noriega sostiene que Victoria Villarruel es apenas alguien que “trabaja el tema de las víctimas civiles por el accionar de los grupos revolucionarios en la década del 70 desde hace años”. Noriega cifra allí, además, lo que llama “la marca de agua de la deshonestidad” de los firmantes. No soy quién para indagar en la mala intención o la ingenuidad ajenas: acaso Noriega crea verdaderamente en Villarruel como alguien que no tiene otra voluntad que corregir las hipotéticas injusticias u omisiones que pueda haber tenido la política de derechos humanos de las últimas cuatro décadas. No puedo creerle, en cambio, que no sea capaz de ver que detrás de ese reclamo de ecuanimidad aparecen apenas aguza uno la vista los fantasmas de un militarismo rencoroso y beligerante. Si el kirchnerismo actuó en algunos planos de manera dogmática y personalista, asumiendo como partidarias ciertas luchas y consignas que deberían haber sido pensadas como nacionales, no es difícil ver en las acciones de Victoria Villarruel una desaforada contraparte, la puesta en práctica de una venganza que difícilmente se mantenga, en caso de llevarse a cabo, en el terreno de lo simbólico. Nada de eso parece preocupar a Noriega. Solo ve en esa avanzada una encomiable voluntad de reparar las zonas olvidadas de la Historia, convencido de que una vez en el poder los justicieros no harán otra cosa que incorporar al desventurado coronel Larrabure al calendario de homenajes oficiales. Villarruel, candidata a vicepresidente de un partido que anuncia la reducción draconiana del déficit público, anuncia que cuadriplicará el presupuesto militar. Villarruel, tras un acto de homenaje a víctimas de la violencia política, no vacila en calificar de “siniestra” a Estela de Carlotto, cuya acción por la restitución de niños está fuera de toda duda, más allá de su adscripción más o menos intensa a tal o cual gobierno ¿En serio no entreve Noriega la violencia latente que subyace detrás de esos juegos? ¿O es que su afición a la Grieta –y su consiguiente liturgia antikirchnerista– le importan más que nada, al punto de forzar una miopía indigna de su inteligencia?
En mi opinión, lo que ha vuelto nuestra carta tan alarmante para algunos “macristas” es la idea de que pueda llegar a haber algo peor que el kirchnerismo. Años de guerra discursiva los han llevado a una postura en la que el kirchnerismo es una suerte de mal absoluto y definitivo, y que cualquier relativización de esa perversidad es poco menos que una concesión cómplice. La noción de una amenaza que supere en gravedad a ese monstruo les resulta intolerable. Pues bien: esa aberración ha llegado. Dudo que haya alguien entre nuestros firmantes que se reconozca kirchnerista. Eso, precisamente, vuelve más dramática nuestra conclusión: Milei es peor. Eso no significa dispensar a nadie de sus delitos ni de sus miserias ni de sus fracasos. Es solo que, para desgracia de todos, Milei es peor. David Brodie, cuyas aventuras nos fueron relatadas por un autor que nadie se atrevería a calificar de Kirchenrista, concluye de esta forma enigmática su célebre Informe a la Reina:
Los Yahoos, bien lo sé, son un pueblo bárbaro, quizá el más bárbaro del orbe, pero sería una injusticia olvidar ciertos rasgos que los redimen. Tienen instituciones, gozan de un rey, manejan un lenguaje basado en conceptos genéricos, creen, como los hebreos y los griegos, en la raíz divina de la poesía y adivinan que el alma sobrevive a la muerte del cuerpo. Afirman la verdad de los castigos y de las recompensas. Representan, en suma, la cultura, como la representamos nosotros, pese a nuestros muchos pecados. No me arrepiento de haber combatido en sus filas, contra los hombres-monos. Tenemos el deber de salvarlos. Espero que el Gobierno de Su Majestad no desoiga lo que se atreve a sugerir este informe.
Para muchos de nosotros, al menos, la sugerencia de Brodie ha llegado a destino.